Sentado. Tranquilo e impasible. Condescendiente conmigo. Escucha con atención, al tiempo que, sé, su mente está en más de un sitio a la vez y, aún así, con toda su atención para mí.

«¡Erraste el tiro!», le indico, cual profesor, con aires de superioridad. «No te das cuenta, pero no soy yo tu objetivo. A mí me lo debes.  Tú que puedes, ¿por qué no? Me dediqué al resto. Yo cumpliré irremediablemente mi fin, pero en otro momento. No, a mí no. No ahora».

Cargado de razón, con temple, voy exponiendo mis motivos. Desgrano, justifico, cada uno de ellos. Acredito con hechos probados inimpugnables. Mi alegato es francamente exquisito, instruido, completo, fundado. Digno de ser estudiado. Justicia, dedicación, clamor popular, conocimientos pendientes,… Injusto otro resultado.

Su expresión, sin embargo, no cambia. Ni siquiera ladea la cabeza. Dudo que haya pestañeado. Sigue esa efímera y giocondiana sonrisa en su boca, que empieza a provocarme. Pero soy lo suficientemente prudente, cortés, sensato y docto como para caer. Sincero, que no falto de modestia.

«Son los otros», le acredito. «Los opresores». Los que no quieren ver que se equivocan. Saben que tengo razón, pero no el poder. Muchos que me siguen, todos en realidad, lo pueden atestiguar. ¿Y los que no? Opresores. Algún interés tendrán. Le demuestro que todo lo que se dice se debe interpretar a mi favor.

Sin ser consciente comienzo a elevar el tono, como si gritando fuese a tener más razón. ¿Acaso no me escucha? Gesticulo -ahora sí con conocimiento- rozando la grosería. ¿Pretendo así provocar alguna reacción?

Violencia ya en mis gestos. Provocador, acusador y maleducado en mis insinuaciones. Hago recaer imputaciones sobre los demás, estén o no amparadas. Ya no me escondo. Mi alegato, con ello, pierde cualquier ápice de veracidad. Me voy dando cuenta, aunque sigo sin querer verlo, como si ello cubriese tupidamente mis vergüenzas.

Ya le estoy gritando. Tiene que darme la razón. En mi cuello se dibujan cientos de entramados verdes y conexos que van ganando volumen al ritmo que me voy quedando sin respiración. A punto de explotar.

Ese impávido semblante… me dan ganas de partirlo en dos. Entiendo al bueno de Buonarroti. Le tiraría el cincel y le gritaría «¡habla!», si así me diese la razón. O se moviese. ¡O algo!

No se esconde. No teme. No sufre. No se inmuta. Sus pupilas se clavan en las mías. ¿Poesía? Elegía, en realidad.

«Por mis hijos. Por los hijos de ellos. Por el resto de la sociedad, del mundo», le imploro; «si no lo termino, su vida será miserable», le advierto. «Lo sabes», le espeto. Apelo a su cordura, a su conocimiento, a su sabiduría.

Sólo él puede darme lo que pido. Tampoco es mucho. Se cumplirá mi destino, no lo evitaré, pero necesito un poco más. Apenas nada. Volver para cuidar a quien no cuidé. Un poco más para disfrutar lo que no disfruté por demostrar la veracidad de mis ideales. Porque son la única verdad. ¿Verdad? Acompañar a quien me acompañó sin que me diese cuenta. Incluso recuperar lo que perdí mientras estaba para los demás.

Sigue mirándome a los ojos. Sin gesticular. Me ofende la desconsideración de no tenerme en cuenta, de no darme lo que pido. De no reconocer que tengo la razón. Desazón.

Continúo con historia, de aquello que en un momento en el que yo estaba a siglos de ser concebido, ocurrió. En la añoranza y el derecho a volver a tener aquello que me han contado, que he estudiado, que no viví. Aquello que no puedo cerciorar. Pero que es mi certidumbre, la única fe. Es la realidad, aunque solo los míos y yo lo sepamos.

Nada. Todo. Igual.

Tengo razón, lo sé… lo sabía. ¿Tengo razón? ¿Por qué no me la da? Le amenazo con hacerle volver. Es sólo cuestión de dar forma a números y fórmulas ya demostradas.

No puede ser. Me derrumbo. Me echo a llorar. ¿De verdad? ¿Es posible que haya perdido todo este tiempo en algo en una sinrazón? ¿Será que todos tenían razón y yo no? ¿Y ahora qué? ¿Ese tiempo quién me lo devuelve? Malditos asesores. Malditos ideales. Malditos intereses. Malditos todos.

Con el mismo gesto, ofensivo ya para mí, de quien se sabe único y e inmortal, recibo paciente atención. Testigo del nacimiento de Dios y del Cosmos. Anciano y bebé a la vez. Quien nunca nació, y vio el origen de todo. Quien se sabe que siempre será, siempre estará. Conocedor, igualmente, que en nada le afectará lo que le diga nadie. Ni yo ni nadie. Pasará con y sobre nosotros, aún cuando regresemos a un momento anterior.

Estoy ante él. Siempre ha estado conmigo. Nunca me abandonó. Nunca me juzgó. No me premió ni castigó. Me regaló su poder, con el único límite de uso que la que mi propia creación me impone. Sin condiciones ni reclamos.

Temor de dioses y  creación. Vio nacer a Saturno, crecer a Júpiter, morir a Jesús y encumbrar al poderoso caballero sobre el resto. Todos hincan la rodilla ante su trono, sin que él lo haya pedido ni sentido necesidad de inmutarse.

Estuvo antes del Big Bang, y estará después de la nueva implosión. Nada más fuerte, importante, sabio e injusto que mi convidado de piedra. Conocedor de pasado y presente, sin que le inquiete lo venidero, aunque sabe que sucederá. Siempre llega.  Solo retrasando su estar o dejando ver lo que pasó si el espacio se lo pide. Sin acompañante. Siempre solo, pero nunca aislado. Sin destino. Sin segundas oportunidades. Aquel al que los antiguos dieron nombre de Kronos. 

Vencido ya. Acatando mi sino. Admitiendo mi derrota. Reconociendo mi error en malgastar algo que me regalaron sin condición para dar sentido a aquello de no saber lo que se tiene hasta perderlo. Ya sabiendo que no ganaré. Aceptando que no volverá de ninguna manera, elevo la mirada para, por primera vez, leer la inscripción que, tras su nuca, reza en su trono y que me resuelve todo: «Mientras tanto…».

 

 


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