Como todos los días, Silvia, entra en su coche. Comprueba espejos y la distancia del asiento por si Pedro, su marido, cogió el coche la tarde anterior. Sabe que no, pero no puede evitarlo, es algo mecánico. Se pone el cinturón, arranca y, mientras habla con Pedro sobre la falta de tiempo, mete la marcha.
Algo va mal. No entra. Lo intenta apretando el embrague más, por si acaso. No hay manera. Mira el dibujo de las marchas, mientras piensa en voz alta «¡Pero qué coño! Que no entra la marcha, joder».
– ¿Pero qué estás diciendo? Mete la marcha que llegamos tarde. ¡Madre mía! Como esté roto no tenemos para el arreglo.
Silvia sabe en su interior que al coche no le pasa nada. Un sudor frío le corre rápidamente desde la coronilla hasta los tobillos. Se le ha bajado toda la sangre de repente. Sabe que es algo que le pasa a ella: no sabe meter las marchas. ¿Qué ha pasado? Lleva conduciendo más de 30 años, más de 800.000 kilómetros… ¿Qué le está pasando?
– Anda trae, conduzco yo. – Dice Pedro intentando quitarle importancia al ver la pálida cara de Silvia. Sabe que algo no va bien. Está viendo desde un principio que no mete bien la marcha, y si no fuera por la cara de susto, juraría que le está tomando el pelo.
Se sienta, y hace como que intenta meter la marcha. Lo hace mirando la cara de Silvia, y ve que no separa la vista de la palanca de cambios. Está aterrada: si Pedro lo hace, ella es la que tiene un problema. Él sabe que al coche no le pasa nada, pero no quiere asustarla. «Es sólo estrés», se justifica.
– Vámonos, las marchas deben estar rotas o algo. Luego llamo al seguro. Vamos corriendo que no llegamos al trabajo.
Silvia respira pues, aunque todavía desconfía, parece que no es cosa suya.
«¿Quién es este? Lo he visto, pero no tengo ni idea de cómo se llama». Lo ha visto, quizá por alguna calle, en alguna tienda, a lo mejor tonteando alguna noche de fiesta. El nombre no, seguro. Ella no olvida una cara, pero menos un nombre. No tiene ni siquiera esa sensación de tener el nombre en la punta de la lengua. «Seguro, no tengo ni la más remota idea».
– Silvia, ¿me escuchas? ¿Que si te traigo algo, que voy a la barra?
– No, muchas gracias. Eres muy amable, pero no me apetece nada
«¿Eres muy amable? ¿Qué narices…?»
– ¿Estás bien? ¿Estás jugando o me estás tomando el pelo?
Extrañada por la actitud, mirándolo fijamente a los ojos, al tiempo que vuelve a quedarse sin sangre en la cara, aterrada, sin saber cómo ni por qué, exhala un «Pedro».
Se asusta otra vez, solo que mucho más. Algo pasa, ya no es como aquella vez con el coche. «¿Qué le pasará? ¡Dios que sea una tontería».
– Es alzheimer
– ¿Está seguro? – Lo sabe, pero tiene que preguntar.
– Sí. Ya le hemos hecho todas las pruebas. Lo siento mucho. Pero con los avances de la ciencia en pocos años bla bla bla… – Ni Pedro ni Silvia escuchaban más. Alzheimer. A estas alturas ya no tenían pulso. El mundo debería acabar en ese instante para todos. «¿Por qué? ¿Qué he hecho yo? ¿Por qué hay dictadores, terroristas, asesinos… y a mí me ha tocado esto?» Lo mismo, al unísono, en dos cabezas. Son muchos años juntos y todos queriéndose. Ya no pensaban igual, sino lo mismo.
Silvia está bien, dentro de la evolución. Han pasado ya unos años y la gente de su alrededor lo ha aceptado. Siempre ha sido cariñosa. Se reúne con amigos en un centro de día, está en casa, ve la tele y le acompaña Pedro. Y ahí está Pedro, sin abandonarla, ayudándola, llevándola de un sitio a otro. Dándole la medicina. Queriéndola. Y llorando cuando duerme Silvia. Ha cambiado el «¿quieres café?» por un «Pedro, ¿te acuerdas?». Nadie le entiende: se ha encontrado, de repente, sólo frente a una de las enfermedades más crueles: borra lo vivido en uno, elimina el presente del resto.
De repente a alguien se le ocurre preguntarle si ha ido a algún centro para tener ayuda.
– No, a un Centro de Día. Allí está bien.
– Pero allí no te dicen cómo tienes que proceder, cómo ayudarle, cómo pasarlo, qué hacer tú y contigo… Ella necesita ayuda profesional. Pero tú también. Psicólogos, gente en tu situación, grupos de ayuda… Además hay muchos aspectos legales que tratar. Hay que incapacitarla, hay que pedir su minusvalía…
– ¿Y dónde voy? No hay ningún sitio.
– Sí hay. Vete a la Asociación del Alzheimer de aquí. Pregunta. Ya verás cómo te ayudan.
Y allí, en la Asociación del Alzheimer de Águilas, encuentra a Teresa. Una profesional devota de su trabajo, comprensiva y con ganas. Sabe ayudarte. Y te presenta las actividades. Te presenta a la gente que, como tú, también un día estuvieron perdidos. Te escuchan y te entienden. Te cuentan sus experiencias, sus fórmulas, sus anécdotas. Y hasta te ríes, algo que no hacías desde hace años. Y ves que no estás sólo. Que puedes vivir, porque necesitas vivir.
Silvia y Pedro no son reales. O sí, no lo sé. Son nombres elegidos al azar. Su historia es una mezcla de varias que ya he escuchado con anterioridad.
Teresa sí es real, y el nombre también. Ella lleva la Asociación del Alzheimer de Águilas. Y la lleva estupendamente bien. Y se dedica más y mejor de lo que se ha expuesto. Y hay gente allí, todos agradables y agradecidos. Y sí, te van a ayudar. Es más, necesitas esa ayuda. La ciencia terminará con esta enfermedad, pero hasta entonces hará que olvides todo salvo de su existencia.
Y nosotros, nuestro despacho de abogados, colaboramos con la asociación desde hace ya un año. Somos conscientes de esa necesidad que nadie cubre, a esos quien todos olvidan cuando se acuerdan de esa enfermedad. Siempre entre olvidos. No podemos ayudar con la enfermedad, pero sí intentamos, dentro de lo jurídico, ayudar tanto al enfermo como a sus familiares.
Porque al igual que Teresa y la Asociación del Alzheimer de Águilas, no sólo somos conscientes de la necesidad que tiene el enfermo, sino de la gente que está a su alrededor. Esas personas que necesitan ayuda: a saber del enfermo y tratarlo, pero también a entender por qué le pasa a él, a que realmente puede no haber tenido que perder su vida, que puede vivir. Qué puede y qué debe hacer…
Es complicado, más de lo que parece. Pero no estás solo. Necesitas ayuda y hay gente para ayudarte. Déjate ayudar. Ponte en contacto.
1 comentario
frbreijomarquez · 30 septiembre, 2016 a las 17:09
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